El
maestro entra a clase. Los alumnos callan.
Apoya
los cuadernos sobre la mesa y se sienta en su butaca,
dos
palmos por encima del resto de las cabezas.
Ha
empezado el curso y apuntes en mano,
comienza
a contar la historia que cuentan todos los cuadernos.
Al año
siguiente, se vuelve a repetir la misma escena.
Irrumpe
en clase, en medio del silencio,
descansa
los cuadernos y se sienta dos palmos por encima del resto de las cabezas.
Así
lleva 30 años; marcando silencios y obediencias;
viviendo
por encima del resto.
Afuera
ya no queda ni la sombra del mendigo que dormía su miseria en la puerta de la
escuela.
Tampoco la inmobiliaria y el banco de enfrente, que tuvieron que
cerrar,
porque
no pudieron seguir estirando las monedas ni el hambre de los de abajo.
Ni
siquiera la panadería, que se abrió durante la guerra; el negocio lo heredó la
nieta,
que
convirtió la tienda en una prestigiosa peluquería donde venden ilusiones y
espejismos.
Incluso
sus apuntes se han ido marchitando y cogiendo un tono amarillento
como el
maquillaje del difunto expuesto en el velatorio.
Todo va
cambiando, menos las clases del maestro.
Que
cuenta las mismas historias que cuentan todos los cuadernos.